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UN EURO

sábado, 6 de abril de 2013

Madrid, no te muevas que voy!


PRIMERA PARTE

Tururururú -cojo el teléfono y miro el washap.

-Hermana ¿cómo vas?
-Ya estoy, te recojo en casa de mamá -contesto.
-Pk -mi hermana no controla mucho lo de escribir en el móvil. Tras suponer un ok, corro como una posesa, ya que he exagerado mi situación. Me meto rapidamente en la ducha y una hora y veinte washap después, toco al timbre de casa de mi madre.
-Hermana baja que te estoy esperando -le digo al telefonillo.
-La madre que te parió... - uf! que telefonillo más mal hablado.
Aún no os he contado por qué hemos quedado. Pues es que es la presentación de mi segunda novela, Mi tierra eres tú, en Madrid, en la LiVritienda de Éride. Son las once y la presentación es a las siete y media, tiempo de sobra, pienso yo, mi hermana no opina igual a juzgar por su cara cuando me ve.
-No me digas nada, que llevo una mañana terrible -le advierto -. Otra mentira, a este paso mi nariz llegará a Madrid antes es que yo.
-¿Una mañana terrible? -me pregunta -¿Te has levantado a las seis para ayudar a tu hija mayor con su examen? ¿Has limpiado tu casa, ya a estas horas? ¿Has levantado y vestido a dos niños más y dejado algo de comer preparado a tu marido? ¿Has sacado al perro a pasear? ¿Has montado a los tres en el coche y los has dejado entre el cole y casa de tu madre, porque te tienes que ir a Madrid a acompañar a tu hermana a su presentación y tenéis previsto salir antes de las diez? ¿has descubierto al llegar, que la susodicha hermana no está lista a la hora que habíais quedado?
-¿Es una pregunta trampa? -le digo saliendo disparada hacia el coche en ese mismo momento, con ella detrás amenazándome con su súper bolso de súper mamá.
-Yo te pego -me amenaza. Y de hecho, al final me alcanza.
-¡Ay! ¿pero qué llevas ahí dentro?
-Una cosillas, ya sabes cosas que puedo necesitar con los niños.
-Ya estamos otra vez. Siempre que salimos de viaje es igual ¿te das cuenta de que no llevas a los críos? -le digo mientras nos subimos a mi coche.
-Y yo qué sé, será la costumbre. ¿Has llamado al tete para lo del coche? -el tete, es nuestro único hermano chico; no digáis lo de pobrecito. Y lo del coche es que me lo va a dejar, porque el mío con más de doscientos mil km a la capota, no llega a Madrid ni pasado mañana.
-Quedé con él la semana pasada.
-Llámalo -por una vez le hago caso.
-Dime hermana -contesta mi hermano.
-Que voy para allá a por el coche.
-¿Hoy?
-Si voy para allá, se considera dentro de hoy, sí.
-¿Pero no era ayer?
-¿Fui a por tu coche ayer?
-No, me extrañó la verdad.
-Pues porque no era ayer. ¿Qué pasa?
-Que hoy me viene fatal, porque... -he dejado de escuchar, ni siquiera estoy pensando en que no llego a Madrid, pienso en la bronca de la super mami, por no haber llamado antes a mi hermano. Y claro, me pongo a reírme, y claro, me gano una calvotá.
-¡Au! -grito.
-Alquila uno, yo te lo pago -me ofrece mi tete.
-Quita, que eso es mucho follón, a ver dónde voy y además sabes que yo no uso tarjetas de crédito, no me lo dan. Mira yo te dejo el mío hoy, que para moverte por aquí no te da problemas.
-Bueno, vale. Espero que no me los dé.
-Gracias hermano.
-¿Te lo deja?
-Sí.
Saco el coche de dónde lo había aparcado para hablar, y nos dirigimos a La Fragua, que es uno de los restaurantes de mi hermano.
Tras un intercambio de llaves y de miradas de recelo y advertencia, mi hermano saca la cartera y me da una tarjeta descuento en una gasolinera, una de puntos y no sé qué más.
-Lo primero que tienes que hacer es poner gasolina. ¿Algo que decirme del tuyo?
-Ummhh ¿que si te da tiempo le des una lavadita? -intento.
-Algo que me importe.
-Ah eso, pues no.
En el coche de mi hermano por fin, y camino de Madrid. Las doce, aún hay tiempo.
-¿A qué gasolinera ha dicho que vayamos? -me pregunta Ivi.
-Al salir a la izquierda, la del nombre raro.
-Pues esta es una Repsol de las de toda la vida.
-A ver si se refería a la otra izquierda -salimos de la gasolinera y después de dar la vuelta a la rotonda tres veces, terminamos de nuevo en la Repsol.
-A tomar por saco los puntos y el descuento.
Por fin en marcha, ahora sí. Las doce treinta.
Nos estamos divirtiendo, cantando canciones de esas que solo nos gustan a nosotras, contándonos anécdotas, de esas que solo nos hacen gracia a nosotras, hasta que suena el teléfono de mi hermana.
-Es tu hermano -me dice Ivi -se pregunta por qué coño no le has dicho que a tu coche no le quedaba ni una gota de gasolina.
-Umh, para qué, lo iba a ver en cuanto lo pusiera en marcha. Además eso no lo dice él, el tete no nos habla así, eso es cosas tuya.
-Él solo ha preguntado, el coño es de mi cosecha.
-Lo sabía.
-Dice que si quieres que te diga como va el coche.
-Pregúntale para qué sirve esto redondo que llevo entre las manos?
-Muy graciosa. se refiere a las luces y demás...
-Lo sé, dile que no se preocupe que miro los dibujitos ¡anda! mira que mono uno que muestra unas luces ¿servirá para encenderlas?
-Guarda tu ironía para alguien que la aprecie. Gracias hermano, dice que no, que lo entiende todo, luego te llamaremos cuando se de cuenta de que algo se le escapa.
-Se me va a escapar una patada, en tu dirección -mi hermana cuelga.
-Pobre -dice.
-Me ha parecido oír cómo lloraba -me extraño.
-Sí, gemía mientras susurraba, mi coche, por qué lo habré hecho, mi coche... o algo así.

SEGUNDA PARTE

Y por fin, llegamos a Madrid.

-Y ahora qué -pregunta mi hermana.
-Saca mi móvil y le mando un wash a Lucía -Lucía es mi editora - a ver por dónde anda -.
-Se puede saber por qué lo llevas en silencio.
-La costumbre.
-Tienes treinta y siete wash, veinte mensajes y cuarenta y cinco llamadas perdidas. ¿Le has dicho a alguien a qué hora llegabas?
-Más o menos. Mira los wash.
-Se preguntan dónde estás, si llegas a comer, si te has perdido...
-Dile que dónde están que nos acercamos.
-A cuál de todas.
-A la que quieras. Bueno, llama a Lu y a Noelia primero que son las que me presentan.
-No me cogen. ¿Seguro que te presentan?
-Tranquila, yo siempre lo llevo todo muy organizado. Wash a Lala Nuño.
-Dice que vayamos a Pácifico que están comiendo allí.
-Y para una de Alicante Pácifico está en...
-Eso le estoy diciendo. Toma ya, por lo que dice estamos al ladito.
-Joder que buena soy.
-Aparca ahí.
Aparco, me dirijo a la máquina de los tiket de la zona azul y lo colocó. No, no se me ha olvidado esta vez.
Supone para mi una inmensa alegría reencontrarme con amigas a las que solo veo una vez al año, que leen  lo que escribo y disfrutan con ello. De esas amigas, que al encontrarte trescientos sesenta días después, te reciben como si hubieseis estado juntas apenas hace tres horas.
Me encuentro con la sorpresa de que mi querida Neka ha hecho un gran esfuerzo y al final me ha dado la gran sorpresa y se ha presentado. Nos sentamos junto a ellas y nos ponemos al día, tras pedir un pincho de tortilla y un café con leche, única opción de comida a las cinco de la tarde.




Veo que Lala, Violeta, Neka y Chus, giran su taza de café hasta ponerla boca abajo.
-¿Y eso?
-Lala nos va a leer los posos -me contesta Violeta.
Me termino el café con leche de un trago y le doy la vuelta. Cuando llega mi turno Lala coge mi taza y la mira muy concentrada.
-Veo...veo...ummhhhh
-¿Qué cojones ves?
-Eso.
-¿El qué?
-Dos cojones.
-Los que tú tienes hermosa -me quejo -¿cómo vas a ver en la mía dos cojones? si has estado viendo contratos, frenos, tipos sexys... ¿por qué a mi me ves cojones?
-Porque los tienes bien gordos -azuza mi hermana.
-Muy graciosa. ¿Y eso qué significa? -insisto.
-A mi no me preguntes, yo leo, no interpreto. Tú sabrás.
-Por lo menos estarás viendo el paquete completo ¿no?
-Ummmhhh.... -vuelve a mirar con interés la taza -No.
-No me jodas, ¿y qué se supone que voy a hacer con eso y sin lo otro? quiero mi paquete al completo.
-Pues pide otro café a ver si te sale en el otro -añade Chus.
-Buena idea -Dejo el bolso en la silla y me dirijo a la barra.
-Un café, esta vez solo, no vaya a ser culpa de la leche.
-¿Le pasaba algo a la leche? -me pregunta el camarero.
-No, no, es por lo de los cojones -le contesto. Él me mira levantando una ceja. Yo desvío la mirada al techo. Mira que tengo rápida la lengua.
El chico pone el café en la barra, me lo bebo de un trago a modo de chupito y cuando va a coger la taza se la arrebato de las manos.
-Ni se te ocurra -le digo.
-Yo... solo iba a fregarla.
-No hasta que yo no vea mi paquete al completo -maldita lengua. Me doy la vuelta todo lo dignamente que puedo y vuelvo a mi mesa.
-Ten ¿qué ves?
-Tu teléfono ha sonado -me informa Lala.
-¿Eso ves?
-No. Eso lo he oído, el de verdad, el que tienes en el bolso.
-Ah, lee.
-Veo líos, mantente alejada.
-¿Líos? pero líos de qué.
-No sé. Tú mantente alejada.
-¿Y mi polla?
-Y yo que sé. Estará paseando por Alicante.
-Otro café -le pido al camarero a voz en grito.
-Oye que tienes que presentar, y te vas a poner nerviosa.
-Nerviosa me voy a poner como no complete la anatomía de mi paquete, lee.
Tres cafés más tarde, conseguimos llegar al coche.
-Oh, oh -dice mi hermana.
-¿Qué pasa?
-Te han puesto una multa.
-¿Pero por qué? si tenía puesto el ticket.
-Sí, se te acababa a las... hace cuarenta y cinco minutos.
-Venga que aún puedes anularla -me dice Neka, con un toque de lúcida embriaguez.
Corro hacia el cacharro de la hora, se llame como se llame.
Tras siete intentos y la inestimable ayuda de un amable madrileño, la multa queda anulada.
-Llama a Lu y dile que vamos para allá, a ver por dónde.
Siguiendo las instrucciones de mi editora conseguimos no perdernos hasta la plaza de los toreros. Una vez allí, ya nos perdemos con creces.
-Pero si estaba aquí al lado -me dice Lala. Ni se te ocurra meterte en La Castellana que no salimos.
-Pero es que tengo que subir.
-Pero no, a la Castellana...
-¿Qué?

-Nada, ya nada.
-Cuidado con este que está saliendo que te da.
-Joder ya lo veo. ¡Eh, para! -le grito.
-Bela el claxon, pita -me sugiere Neka.
-Mierda de pito dónde estará -me quejo mientras observo como el otro coche se acerca peligrosamente.
-Llamo al tete y le pregunto cómo funciona su coche -se ríe mi hermana.
Toqueteo con insistencia todo el volante en busca del dichoso ruido.
-Mira en el extremo del palito de las luces -me dice Lala.
Mecccccckkkkk. El coche por fin se para.
Siete vueltas y varias llamadas después, me conseguimos llegar y lo dejamos en el parking más cercano, a unas dos calles.
Una vez allí, me encuentro con Lu, Sidney, Lorena y familia, Ana y familia, Angie, Helena, y por supuesto Noelia.
Justo antes de empezar recibo una llamada de mi marido.
-Hola guapo, perdona que no te haya llamado, es que no veas el lío...
-No te preocupes, ¿va todo bien?
-Sí, en realidad sí.
-Me ha llamado tu hermano.
-¿Y cómo se ha enterado?
-¿De qué?
-¿Qué? No de nada, de nada. ¿Qué quería?
-Bela...
-No es nada, ya te contaré.
-Ha reventado la rueda del coche.
-¿Del mío?
-El suyo lo tienes tú ¿no?
-¡Jopetas! ¿Está bien?
-Sí, dice que si tienes algo más que decirle, aparte de que no tenía gasolina y no le has echado aire a las ruedas, y no tenía agua...
-Tal vez lo del aceite.
-¿Qué?
-Te dejo que va a empezar.


























Durante la presentación nos reímos muchísimo, hablamos del libro, de mis proyectos, y de los personajes que pululan por mi cabeza. Damos por finalizada la presentación.

Después de buscar mis gafas de vista por todas partes las doy por perdidas, tengo que hacer el camino de regreso con lentillas, lo que está mal porque con ellas solo veo a corta distancia, imposible leer carteles. Claro que con lo bien que los interpreto tampoco es que importe mucho.
Vamos a por el coche.
-A ver si están por aquí -me dice Ivi.
-Que no, que no las veo -muevo los bolsos, las chaquetas... nada, no aparecen.
 Media hora después conseguimos llegar a la puerta de la librería ¿por qué hemos tardado media hora en cubrir dos calles? cosas de Madrid. Ya no nos da tiempo ni a café con posos, ni sin ellos. Nada.
Ha sido un viaje relámpago y casi no he podido abrazar a Noelia, a Lu la veré pronto, pero a las demás, ya no sé cuando. Inicio el camino de regreso con esa pena.
-¿Y ahora cómo salimos de Madrid? -me pregunta mi hermana.
-Dicen que La Castellana da a todas partes.
-Pues no que era mejor no meterse.
-Castellana, aparta que voy.
No va tan mal, después de todo. Hemos llegado a Atocha, sé que por aquí hay una salida, me guía el instinto.
-A ver, en esta rotonda ya tenemos que tirar para Valencia.
Una vuelta, dos vueltas...
-Por aquí, por aquí, por aquí... -me indica Ivi.
-Se me pasó, mira aquí pone Valencia.
-¡No!
-¿No? Pues no, porque vamos camino de Zaragoza.
Mi hermana resopla.
-¿Qué? Yo he visto que ponía Valencia.
-No hemos quedado en que no ves sin las gafas.
-Si no viera no podría conducir.
-De ahora en adelante, tu conduces, yo leo.
-Pues vale.

TERCERA PARTE

-Hermana, estoy cansada, creo que vamos a parar a dormir un poco.

-Vale, buscamos una estación iluminada y... ¿Qué haces?
-Ahí tenemos una estación -cojo el desvío y me meto por un caminito de tierra. Giro, entro en la susodicha y aparco detrás de un camión.
-Te das cuenta que has aparcado en la típica estación en la que sale un asesino en serie y nos mata.
-Oh sí, muy típico de aquí, donde quiera que estemos.
-Bela por favor, vamos a otro sitio.
-Duerme.
-¿Pero cómo voy a dormir, detrás de un camión enorme y oscuro que esconde a un psicópata, en un pueblo remoto y tenebroso, a un lado de una carretera secundaria...
-No es una carretera secundaria...
-Hasta ahora es lo único en lo que he fallado.
-No sabemos a ciencia cierta que el camionero sea un psicópata, pero si no te callas, yo te voy a matar sin su ayuda. Esto se hace así, echas el asiento para atrás, te quitas el cinturón y a dormir  veinte minutos.
-Bela, Bela...
Tengo la capacidad de quedarme dormida en el acto, solo cierro los ojos y me ordeno a dormir, y me duermo. Me parece oír en la lejanía unos dientes chocando entre sí, será cagueta.
-Listo, en marcha.
-¡Ahhhhhh!
-¿Por qué gritas?
-Me has asustado.
-Te he avisado de que me despertaría en veinte minutos.
-Pero es que han pasado veinte minutos exactamente, largos y espeluznantes...
-Pues eso.
-¿Cómo lo haces? Porque dormida estabas.
-¿A qué no ronco?
-No.
-Díselo a Ace cuando lleguemos.
-¿Tú sabes el miedo que he pasado?
-No, la verdad es que no. Yo estaba durmiendo tranquilamente. Nos vamos.
Llegamos a una zona de tránsito de camiones.
-Ni se te ocurra ponerte a adelantar.
-Si no adelanto en doble carril de autovía a un camión que se ha puesto en el carril para tráfico lento, no llegamos ni pasado mañana y además se ríen de mi hasta las cucarachas.
-¿Qué cucarachas?
-Es un decir. Recuerda que cuando diga a Valencia o a Albacete, nos tenemos que ir a Albacete.
-Vale.
-Mira, ahí pone, ponía...
-¿Qué?
-Albacete.
Sí, exacto. Vamos camino de Valencia, nos vamos a echar otros ciento sesenta y siete km extras. Llegamos a una estación de servicio de las que le gustan a mi hermana; iluminada, llena de camioneros que no parecen asesinos en serie, y con unas ensaimadas... naturalmente nos paramos.

Bajamos del coche, cojo el bolso, por si acaso necesito algo y...
-¡Mira mis gafas!
-Yo te mato.
-A ver si al final la psicópata vas a ser tú.

Esta es una de esas situaciones en que el café con leche te sabe a gloria y la ensaimada de antes de ayer, parece recién salida del horno. Días después aún lo recuerdas como uno de los mejores desayunos de tu vida. ¿No os pasa?
Hemos llegado a Alicante sin más incidentes, lo que no está nada mal, para ser yo.
No me queda más que darle las gracias a todos los que vinieron a estar conmigo -incluidos los dos espontáneos octogenarios que se colaron sin saber dónde iban -, a mis hermanos por su incondicional apoyo y a mi chico, el mejor.
Hasta la próxima Madrid.






















jueves, 28 de febrero de 2013

Trailler de Mi tierra eres tú

-¿Qué haces despierta a estas horas? -me pregunta Ace.
-Nada -contesto de muy mal humor.
-Son las cinco de la mañana.
-¿No me digas? -repongo irónicamente. Ace por toda respuesta se sienta a mi lado y me abraza.
-Venga dime que te pasa -insiste mientras deposita un tierno beso en mi coronilla. A mi se me escapa un puchero, que acompaña el mini llanto de Blues, Blues es uno de mis cachorros. No soy tan poética.
-Que no me sale.
-¿El qué?
-El trailler. Lo he conseguido hacer dos veces y las dos se ha borrado.
-Pues es hora de que lo dejes y te vayas a dormir, cuando te despiertes te resultará más fácil.
-No puedo. No lo voy a hacer. No me va a salir nunca, jamás -Rock me da la razón con un ladrido. Rock es mi otro perro. Ace tira de mi, me levanta y me lleva hasta la habitación. Tras asegurarse de que me he metido en la cama, me arropa y me da un beso en la frente.
-Verás como mañana te sale a la primera.
¿A qué sería genial que hubiera tenido razón? Pues no, hasta las siete de la tarde no conseguí publicarlo, pero por fin... aquí está.



                                                           






miércoles, 20 de febrero de 2013

Mi tierra eres tú, primer capítulo y parte del segundo...





SINOPSIS:

George Hansen y Natalia Rico se enamoraron siendo apenas unos adolescentes. Él americano y ella española, la vida les separó sin que pudieran evitarlo.
Diez años después, sus destinos vuelven a cruzarse.
Los sentimientos dormidos, pero nunca olvidados, regresan con fuerza, sin embargo la realidad se encargará de demostrarles que ahora sigue habiendo obstáculos que no son fáciles de salvar.
Nat es consciente de su difícil situación personal. Nada ha cambiado para ella a pesar de que, incluso después de tantos años, continúa amando a George como cuando era una chiquilla.
George por fin ha reencontrado a la única mujer que nunca ha podido olvidar. Está decidido a que nada se interponga entre ellos y a que esta vez sea para siempre.
Pero un secreto que no admite el perdón va a ponerles a prueba. Un descubrimiento que supondrá un antes y un después en sus vidas. Los rencores crecerán, apoderándose de los sentimientos pero, ¿podrá vencerlos el corazón?
Una historia llena de amor, pasión, erotismo y silencios que no te dejará indiferente.





Fecha de publicación: 1 de marzo de 2013
Colección Letra eNe - Éride Edicions
Rústica / Bolsillo
ISBN : 978-84-15643-91-3
Tamaño: 13,5 x 21
Precio: 13 euros
Nº de páginas: 304



AUTORA: BELA MARBEL






Capítulo 1
EL PRIMER BESO, LA PRIMERA VEZ.

En aquel maravilloso paraje, Natalia tenía la sensación de que estaban en otro mundo, en otra época. Alejados de todo y de todos, ella y sus amigos se dejaban guiar por sus instintos y emociones.
—¡George! Tírame la cuerda, ¡vamos! —le animó ella.
—Tú no vas a poder pasar, eres muy pequeña —contestó George.
—No soy pequeña, sí que puedo.
—¡Venga! ¡Tírala, ya!, que nosotros también queremos pasar —reclamó Dan.
—No te preocupes Nat, súbete en mi espalda y yo te paso —sugirió Mark, con esa manera suya de americanizar todos los nombres.
—Sois unos cavernícolas, puedo pasar sola.
—¡Queréis dejar que pase de una vez! —gritó Dani.
—Pero si te caes, luego no llores, ¿eh? —le advirtió George.
—No voy a llorar, porque no me voy a caer.
Por fin, George le tiró la cuerda para que pasara al otro lado del barranco. Había un par de metros de caída y casi el doble de un lado a otro, pero ella no pensaba demostrar delante de los chicos que tenía miedo. Después de todo, si se caía, como mucho se rompería una pierna, pensaba mientras enrollaba su brazo en la cuerda. Tomó impulso, yéndose lo más atrás que pudo, y empezó a correr hacia el borde. Notó que Mark le daba un último empujón para ayudarla a llegar al otro lado y, antes de estar a salvo, George se había estirado para cogerla y ayudarla a poner los pies sobre el suelo.
Sin darse cuenta se abrazó a su cintura, gritando y celebrando que había conseguido pasar, y por primera vez en su vida sintió aquel cosquilleo en el estómago al estar tan cerca de él. Nunca había sentido nada parecido con ningún chico, ni siquiera con Mark, que sí la cogía y la abrazaba a menudo. Pero las sensaciones que le provocaba acercarse a Mark eran puras, como las que se tienen hacia un hermano, sin embargo los sentimientos que le estaba despertando George no eran nada inocentes. Nunca había pensado en un amigo de ese modo.
En ese momento le hubiera gustado averiguar cómo era un beso. Qué se sentía cuando un chico unía sus labios con los de una chica. ¿Qué sentiría ella si George la besara?
Se puso roja de pensarlo.
—¿Estás bien? —preguntó él al notar su nerviosismo.
—Sí, sí. Me ha encantado.
—¡Venga, dejar ya de toquetearos y pasarnos la cuerda! —gritó Dani, ganándose un coscorrón de Mark.
—¡Ay! Pero si no he hecho nada…
—¡Déjalos en paz! —ordenó Mark a su amigo.
George la soltó para atar una piedra al extremo de la cuerda, que habían enganchado a la rama de un árbol que colgaba sobre el barranco, a fin de que ésta pudiera atravesar el vacío sin problemas.
Dani se hizo rápidamente con ella y, después de una carrerilla y un empujón de Mark, terminó en el otro lado sin demasiada dificultad. Por último saltó Mark, que ya a los quince años era un chico muy alto; medía más de metro ochenta.
George era casi de la misma altura que Mark. Dani, en cambio, era más bajito y desgarbado que los otros dos, claro que también era dos años menor, aunque siempre iba con ellos. Ya el verano anterior, durante su primer año de campamento, hicieron rápidamente una pandilla de cuatro; los tres chicos y ella.
Miró a sus tres amigos y se dio cuenta de que ella era la única que no había crecido y que ya no iba a hacerlo mucho más; medía metro y medio, pero ya tenía catorce años y estaba bien formada. Era pequeña y delgada, con una ondulada melena pelirroja y los ojos del color de la miel.
Y muy decidida y valiente. Le encantaba meterse en problemas con la pandilla.
El verano anterior todos habían sido más infantiles, pero ahora algunos de los juegos que antes había compartido con George se habían convertido en tabú. Él se lo había advertido desde el principio: «ya no podemos jugar a las cosquillas o a pelearnos como siempre sin que pase algo que no debe pasar». Ella no tenía ni idea de qué había querido decir con esa frase pero, aunque se lo preguntó, él no terminó de explicarse nunca. Sin embargo, con aquel abrazo lo había sentido y entendió de pronto qué era lo que podía pasar… Sólo que ella sí quería que pasara.
Desde ese momento, conseguir que George la besara iba a ser su prioridad.
George era rubio y tenía los ojos de un azul intenso. Y, a pesar de haber nacido en Texas, hablaba correctamente tanto inglés como castellano, dado que su madre tenía origen hispano. Él decía que el español era más difícil y que por eso se manejaba con él un poco peor. George y Mark estudiaban en el mismo internado, ya que ambos eran de Houston, mientras que Dani y ella vivían en Alicante e iban a diferentes colegios durante el invierno.
Pero, cada verano, los cuatro vivían su aventura común en el campamento de arqueología de Granada, aunque la mayor parte del tiempo lo pasaban correteando por ahí, investigando el terreno, en lugar de estar desenterrando huesos. Y la mayoría de los fines de semana iban al cortijo de la familia de Mark, situado en un pueblo cercano a Granada. Su madre había muerto el año anterior y ahora era la abuela quien se hacía cargo de batallar con ellos cuatro.
Aquel fin de semana también irían y ella se había propuesto arrancar allí un beso a George.

El sábado por la mañana Natalia tenía el corazón al borde del colapso, latía tan fuerte que parecía que se le fuese a salir del pecho. Desde que había decidido que George la iba a besar antes de que regresaran al campamento, no podía pensar en otra cosa.
A primera hora ya estaba en la recepción del albergue, con su maleta preparada y esperando a los chicos, lista para salir inmediatamente en busca del autobús que los llevaría hasta Benaluga.
El primero en aparecer fue Dani.
—¡Sois unos tardones! —le recriminó.
—Pero si son las ocho y aún no hemos desayunado —se quejó él.
—Pues ya desayunaremos en casa de la abuela.
—De eso nada, yo necesito comer algo antes de moverme —dijo una voz desde lo alto de las escaleras.
George y Mark bajaban tranquilos, charlando sobre algún partido de fútbol.
—Venga, George… Si nos vamos ya, podemos coger el autobús de las ocho y cuarto —propuso ella.
—Yo voy a desayunar —contestó él.
—Pero qué bruto eres, hombre.
—¿Por qué? Sólo quiero comer algo.
—Venga, desayunemos algo. El fin de semana es largo y lo aprovecharemos bien, no te preocupes —la tranquilizó Mark, cogiéndole la bolsa.
Aquél era el tipo de gestos a los que estaba acostumbrada. Tanto Mark como George estaban educados en la caballerosidad hacia las mujeres, cosas del internado, pero Mark además era especialmente protector mientras que a George le gustaba hacerla enfadar de vez en cuando.
Ellos cuatro fueron de los primeros en entrar aquel día al comedor. Normalmente, los fines de semana los chicos del campamento los aprovechaban para levantarse más tarde, incluso los que salían a pasarlo fuera. Pero a ellos la abuela los esperaba temprano, ya que tenían que hacerse cargo de los caballos.
En el buffet, como había chicos de muchas nacionalidades, además de pan, jamón y bollería, había beicon y huevos revueltos. Los platos de George y Mark siempre llegaban a la mesa a rebosar, mientras que en el de Dani nunca faltaba algo de chocolate. Ella normalmente comía bastante bien, pero esa mañana tenía el estómago cerrado y sólo pudo tomar un vaso de leche.
Cuando terminaron se dirigieron a la parada del autobús, pero cuando llegaron éste estaba a punto de salir. Corrieron hacia él. Ahí los chicos sí le llevaban mucha ventaja, porque aunque era rápida, tenía las piernas mucho más cortas que ellos.
De repente George miró hacia atrás y se paró un instante. Luego esperó a que ella se acercara y la levantó en volandas, echándosela al hombro, con lo que llegaron al autobús en un santiamén, mientras ella se quejaba amargamente.
—Eres un bruto —insistió una vez en el asiento.
—Es la segunda vez que me llamas eso y aún no sé por qué. Estás muy rara últimamente —comentó él.
Sorprendida, se sonrojó por un momento, pensando que tal vez él se había dado cuenta de algo. Pero no, George la miraba intrigado de verdad.
—No estarás con eso de las chicas ¿no? —preguntó.
En esos momentos creyó que le saldría humo por las orejas. ¿Cómo podía preguntarle eso? Era un bruto de verdad, pero no quería decírselo otra vez. Conseguir realizar sus planes iba a ser más difícil de lo que se imaginaba.
—Lo que me pasa es que eres idiota. Me has cogido como si fuera un saco de patatas y soy una mujer —contestó muy digna.
Y casi se muere al escuchar cómo él se carcajeaba. No podía creérselo, se estaba riendo de ella.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó, realmente irritada.
—Una mujer, dice… ¡Eres una chiquilla!
—No soy una chiquilla, sólo tengo un año menos que tú.
—Yo también soy un crío, no me creo un hombre. ¿Ves como estás rara?
—Estará enamorada —sugirió Dan, que se llevó un nuevo pescozón por parte de Mark.
¡Au! Si no he dicho nada…
—Eso es una tontería, las niñas no se enamoran —contestó George.
Pero ella se había puesto como un tomate y la rabia llenaba por completo su pequeño cuerpo. Estaba claro que Mark se había dado cuenta de lo que pasaba, e incluso Dan sospechaba algo, pero George… Nada de nada.
—Además, de quién se va a enamorar si siempre está con nosotros. No creo que haya conocido a ningún chico —insistió George.
—A lo mejor me he enamorado de Mark —replicó ella, para ver su reacción.
Al principio lo vio ponerse blanco. Luego, mientras recuperaba el color, entrecerró los ojos y dirigió una fría mirada hacia Mark.
—Te está tomando el pelo —contestó el aludido.
—Ya. ¡Y a mí que me importa! —protestó George.
—Pues te has mosqueado —dijo Dani, poniendo los brazos a modo de barrera entre él y Mark, por si le caía otra, aunque esta vez vino del lado de George.
—Me tenéis frito. Estáis raros todos, no solo Nat. Sor Alfonsa dice que es porque tenéis las hormonas revolucionadas —sentenció Dani.
Sor Alfonsa era la monja tutora del equipo de excavación rojo, que era al que pertenecían los chicos. Era una mujer muy voluntariosa y con mucha fuerza, que los intentaba controlar sin coartar su libertad porque sabía que eran buenos muchachos que sólo estaban experimentando. La monja conjugaba a la perfección su fe con la ciencia, lo cual era digno de alabanzas.
En cuanto llegaron a la hacienda, la abuela los mandó a los establos a asear a los caballos.
Ella rápidamente escogió a su yegua favorita. Era esbelta y de capa torda, con unas manchas que semejaban estrellas; característica a la que debía su nombre. También tenía una crin muy poblada, igual que la cola, en varios tonos de rubio y gris, lo que le hacía parecer que la habían teñido. Era muy mansa.
Después de asearla se iría a dar un paseo con ella mientras los chicos daban de comer a los cerdos. Ésa era una tarea de la que la abuela la dispensaba por ser chica, aunque a cambio tenía que ayudarla en la cocina, claro que eso no le importaba porque allí se lo pasaba especialmente bien; le encantaba amasar el pan y el olor que dejaban las galletas de canela y las tortas de manteca en toda la casa. Los chicos se apuntaban muchas veces, aunque en esas ocasiones casi siempre terminaban los cuatro castigados por tirarse la harina en una batalla sin cuartel.
Mientras ella cepillaba a Estrella, George acicalaba a Elegante, que era un semental de color zaíno oscuro, al que no podía montar. Cuando quería hacerlo tenía que elegir a Toro, que era un joven potro, negro azabache, muy alto y nervioso, con el que él se entendía a la perfección.
—Hoy no tengo que ayudar en la cocina, así es que en cuanto termine de cepillar a Estrella me voy con ella a dar una vuelta —informó a George.
—¡Qué morro! Con eso de que eres chica, te libras de mucho trabajar.
—Se dice de mucho trabajo.
—Pero te libras, se diga cómo se diga.
—En tu próxima vida pídete chica —contestó con coquetería.
Mark, Dani y ella se dirigieron a las caballerizas principales mientras que George llevó a Zaíno hacia otra más pequeña, la de los sementales, que el jamelgo compartía con otros dos machos con mucho futuro, pero aún jóvenes e inexpertos.
Los muchachos no sólo se encargaban de asear y alimentar a los caballos con heno y hierba cortada, también pasaban gran parte del tiempo viendo ensayar a los ejemplares que se dedicaban al baile.
La mayoría eran alazanes robustos y con un porte extraordinario, con largas crines y colas, a los que vestían para los entrenamientos casi con tanto primor como para los espectáculos.
George tenía que dejar impecable a Elegante porque ese fin de semana iba a tener lugar una cubrición con una yegua que también era de la casa, lo cual era todo un acto festivo. Se preparaba mucha comida y una pequeña fiesta con baile para cuando todo hubiera terminado. A ellos les dejaban asistir a la cena y al principio de la fiesta, pero a las doce los mandaban a la cama y los mayores seguían hasta altas horas de la madrugada.
Ella colocó con mucho cuidado la manta bien estirada bajo la montura, para evitar las arrugas que podrían hacer rozaduras al animal, y por último le puso las bridas y el filete antes de sacarla con cuidado de su cubículo.
Estrella se dejaba montar con facilidad y apenas tuvo que azuzarla un poco con los pies para que se pusiera en marcha. Enseguida iban al trote. Después de un rato la notó cabecear con uno de esos gestos tan elegantes y artísticos de los que hacía gala y escuchó un ruido tras ella. Al galope se acercaba un caballo más joven y nervioso que pasó por su lado como alma que lleva el diablo. Se le aceleró el corazón, el jinete era George y, aunque ella miró hacia atrás esperando ver a los otros chicos, parecía que esta vez iba solo.
Unos metros por delante vio cómo animal y muchacho se giraban y volvían hasta ellas. Empezaron a dar vueltas a su alrededor; él estaba tan guapo con su sombrero de cowboy…
—¿Podemos acompañaros? —preguntó George.
—Claro. Pero nosotras no vamos a correr —le previno.
—¿Y si nos apostamos algo?
—¿El qué?
—Un beso. —Ella se puso roja, no esperaba esa respuesta, aunque fue capaz de contestar con descaro.
—¿Tuyo?
—Pues claro.
—¿Y qué te hace pensar que quiero un beso tuyo?
—Es que yo sí quiero uno tuyo, así que si pierdes me lo tendrás que dar.
—Pero en la cara…
Él negó con la cabeza.
—Ni hablar. No voy a besarte —lo provocó.
—A lo mejor ganas…
—Vale, pero si gano yo, ¿cuál es mi recompensa?
—Si ganas, el beso me lo das tú donde quieras. Si elijes la mejilla, no me quejaré.
—¿Dónde están Mark y Dani? —preguntó ella para asegurarse de que no los iban a pillar.
—¿Y qué más te da? ¿Es que necesitas que Mark te dé permiso? —preguntó él con tono de enfadado.
—Soy mayorcita, no necesito que nadie me dé permiso; pero me extraña que no vengan contigo.
—Hemos hecho una apuesta y han perdido, así es que me van a cubrir con la abuela mientras dan de comer a los cerdos.
—¿También has apostado un beso con ellos?
—Muy graciosa… Bueno, tú qué dices de la apuesta nuestra.
—Que has construido fatal esa frase. Lo correcto es, «¿tú qué dices de nuestra apuesta?».
—Yo digo que adelante.
—¡No! Te estaba corrigiendo, no preguntando. Déjalo, no te enteras.
—¿Y bien? —insistió él.
Ella quería con todas sus fuerzas que la besara, pero era divertido hacerlo rabiar, además parecía estar celoso de Mark.
—Vale —aceptó ella por fin—. De aquí a la colina de la cueva, pero me tienes que dar diez segundos de ventaja.
Ella azuzó a la yegua, que empezó primero a trotar y luego a correr, con aquel aire majestuoso y elegante que la caracterizaba. Se encogió sobre Estrella para cortar mejor el viento que rozaba su figura y escondió la cara en el corto y robusto cuello de la jaca, que casi volaba con la crin al viento. Cada vez se acercaba más a la cueva y, por un momento, temió ganar la apuesta y tener que ser ella quien decidiera dónde besarlo.
Era posible que eso formara parte del plan desde el principio, porque aún con los diez segundos de ventaja, el caballo de George era mucho más rápido que su querida Estrella. Además de que él era mucho mejor jinete que ella…
Pero no, él no se iba a arriesgar a que ella escogiese la cara. Le vio pasar a su lado, igual que antes, a todo galope, y justo cuando iba a llegar a la cueva hizo girar al caballo y lo puso a caminar marcha atrás mientras le lanzaba un beso con la mano.
Puesto que ya había perdido la apuesta, frenó a la yegua un poco antes de llegar y se acercó a él despacio, muy despacio.
—He ganado. Yo elijo.
—Vale —afirmó ella, como sin darle importancia, aunque pensaba que se desmayaría de un momento a otro por lo acelerado que latía su corazón. Y además estaba aquel temblor de piernas. No sabía si podría desmontar sin caerse.
Él bajó de su caballo, lo ató en el árbol que había a la entrada de la cueva y se acercó hasta ella para ayudarla. Ese gesto, tan corriente en otros momentos, en aquel instante parecía algo íntimo; una promesa de lo que iban a compartir. George ató a la yegua junto a su joven caballo y, tomando su mano, la guió al interior de la caverna.
El lugar estaba en semi penumbra y allí, contra la pared, George la apoyó y se colocó muy cerca de ella; justo delante. Podía notar su aliento, había estado masticando regaliz; algo que hacía a menudo.
—¿Quieres hacerlo? —preguntó él.
Ella, incapaz de contestar, movió la cabeza de arriba abajo dejando claras sus intenciones.
—¿Es la primera vez que te besa un chico? —Volvió a hacer el mismo gesto; la voz se negaba a salir de su garganta.
—¿Preferirías que fuese… Mark?
—¡No! —Ahora sí había sido capaz de encontrar las palabras, incluso con demasiada energía para su gusto.
Él sonrió satisfecho, acercándose más hasta tener los labios apoyados sobre los suyos. George era tan dulce, tan tierno; tenía unos labios tan delicados y a la vez tan fuertes…
Ella no imaginaba que se podían sentir tantas cosas sólo con un beso. Entonces él apretó un poco más y abrió ligeramente la boca, moviendo los labios sobre los de ella para instarla a abrirlos. Obedeció. George introdujo la lengua buscando la suya, y ese suave contacto hizo que se derritiera y se atreviera a ponerle las manos en el cuello. Después de unos segundos que le parecieron interminables, George se apartó.
—Ahora eres mi novia y ningún chico más puede besarte —le informó con un tono inflexible en la voz.
—Yo no quiero que me bese ningún otro —contestó.
—Mejor, porque no quiero tener que pegar a Mark —afirmó él.
—Mark no me gusta así. Pero tú tampoco puedes besar a ninguna chica.
—Ya lo sé. Yo sí he tenido otras novias.
—¿Más mayores que yo?
—¿Y eso qué importa?
—A mí me importa.
—Sí, algunas. Pero ninguna tan guapa.
Y ella se derritió con esa respuesta y lo acercó para que volviera a besarla. Le gustaba el sabor de sus besos y el cosquilleo que le hacían sentir en el estómago.
Entonces escucharon relinchar a otros caballos y las voces de sus amigos. Se separaron rápidamente y salieron de la cueva, justo cuando Mark y Dani ataban sus monturas junto a Estrella y Toro. Ella juraría que Mark los estaba mirando con cara extraña.
—Te la vas a cargar, la abuela te ha pillado y dice que te vas a pasar fregando platos hasta el fin de tus días —avisó Dani a George.
—¿Pero no me ibais a cubrir?
—La abuela es muy lista, nos ha pillado a la primera —contestó Mark.
—Dice no sé qué de que te has ido detrás de unas faldas —dijo Dani—, pero yo le he dicho que no, que solo era Nat, y me ha dado un coscorrón por tonto. No sé.
Entonces George se decidió y la cogió de la mano.
—¿Pero qué haces? —preguntó Dani—. Así parecéis novios. —George le dio otro pescozón por respuesta.
—¡Ah, ya! ¡Qué asco! Es como estar con un chico.
Entonces fue ella quien se defendió sola. Se echó encima de él, tirándolo al suelo, y comenzó a pegarle mientras Dan, muy acostumbrado a pelear contra ella, le paraba los golpes y la sujetaba por las muñecas. George se rio.
—Un poco sí, la verdad —comentó antes de dirigirse directamente a Mark—. ¿Tienes algún problema con esto?
—¿Con qué? —respondió Mark, encogiéndose de hombros.
—Con que seamos novios.
Ja —se rio—, eso se veía venir. Yo ya me lo imaginaba. ¿Se lo vas a contar a la abuela?
—Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.
Eh, parad ya —ordenó Mark a Dani, que aún seguía peleándose con ella, mientras la cogía y la levantaba.
—Oye, esas cosas ya no puedes hacerlas —le recriminó George.
—Pues sí que va a ser difícil esto de que seáis novios —contestó—. Vamos, Dan, dejemos a la parejita.
—Y tú deberías dejar de pelearte con los chicos de esa manera —le regañó George mientras la ayudaba a limpiarse el polvo.
—Vete a la mierda. Puede que seas mi novio pero no eres mi dueño, que te quede clarito —se quejó ella, enfadada.
—¡Puf! Sí que va a ser difícil, sí —resopló George, casi para sí.
Subieron a sus caballos y volvieron al cortijo. La abuela los estaba esperando y, en cuanto entraron en la casa, una zapatilla voladora pasó al lado de George para ir a estrellarse contra el brazo de Dani.
—Abuela, que me ha dado a mí y yo no he hecho nada —se quejó éste.
—Para cuando lo hagas —contestó la abuela.
—Abuela, antes de que acierte, tengo que hablar con usted —le comunicó muy serio George, mientras le devolvía la zapatilla.
La abuela se colocó la alpargata en el pie y le miró de tal manera que le hizo clavar los ojos en el suelo.
—Vamos a la cocina —indicó.
Ellos tres los siguieron con la vista sin moverse del sitio.


George anduvo detrás de la abuela hasta la cocina, una estancia amplia en la que reinaba una enorme mesa de madera que no se usaba únicamente para cocinar; en ella los cuatro solían hacer los deberes del campamento y también desayunaban y cenaban ahí. La única comida que realizaban en el comedor era el almuerzo, que la abuela insistía en que debía ser más formal. El resto de la estancia estaba repleta de muebles de obra encalados, salvo una vitrina de madera oscura en la que se guardaba «la vajilla buena».
—Abuela, ya que estamos en su casa, tengo que decirle que Nat y yo nos hemos hecho novios —rompió él el silencio sin atreverse a sentarse.
—¡Virgen Santísima! El Señor nos coja confesados —replicó la abuela mientras se hacía cruces y se acomodaba en una de las sillas, indicándole que hiciese lo mismo.
—¿Usted qué opina? —se interesó él.
—Yo opino que tenéis mucho peligro. Y te voy a dejar muy claritas las normas de esta santa casa: aquí dentro, nada de besuqueos y nada de quedaros solos en una habitación. Mejor, nada de quedaros solos en ningún sitio. Y como yo me entere de que faltas el respeto a esa chica, a la que yo quiero como a una nieta y que es una inocente de Dios, te reviento a zapatillazos. ¿Me has entendido?
—Sí señora.
—Venga, pues entonces a lavarse, que la comida ya está. ¡Ah! Y no le llenes la cabeza de pájaros.
Él salió de la cocina y se dirigió hacia Nat, que lo miraba con ansiedad.
—Vamos, todo está bien —la tranquilizó, pasándole la mano por encima del hombro y apretándola contra él.
—Jorge Hansen, aparta tus manos de esa pobre chica —gritó la abuela.
Cuando se enfadaba con él siempre decía su nombre en español.

Pasaron dos veranos, pasaron dos inviernos y un nuevo estío los reunió. Nat se sentía triste al pensar que éste sería el último campamento que compartiría con los chicos, ya que George y Mark tenían ya diecisiete años y volverían a Estados Unidos en cuanto acabase su estancia allí y el cursillo de arqueología. Terminaba también para ellos el internado, era momento de ir a la universidad. Mark había escogido empresariales en la prestigiosa Rice University de Houston, mientras que George tendría que pelear con su padre, que quería que estudiara Derecho, aunque él quería seguir la tradición de su abuelo y hacerse ranger. Dani y ella aún seguirían en el colegio, según el plan de estudios español, por lo que todavía podían disfrutar de un par de campamentos más.
Aquél resultó ser un verano agridulce para los cuatro, pero muy especialmente para George y ella.
Como la abuela les había prohibido desde el principio verse a solas, tenían que agudizar la imaginación para poder disfrutar de los besos y abrazos que tanto les gustaban, aunque últimamente las hormonas les jugaban malas pasadas y siempre se quedaban con ganas de más.
Ese día ellos dos estaban en los establos, en la cuadra de Estrella, mientras Mark y Dani se encargaban de cepillar a los otros caballos.
Sus dieciséis años la habían convertido en toda una mujer; estaba completamente formada y quería a George con todo su corazón.
George era ya casi un adulto, alto y desgarbado, que empezaba a dejar entrever la figura de un hombre de anchos hombros y brazos fuertes; medía metro ochenta. Y seguía teniendo problemas con su dicción en español, de lo que ella continuaba riéndose, como siempre.
—Esta noche iré a verte a tu habitación ¿quieres? —le sugirió él.
—Pero… ¿Y la abuela?, ya sabes que nos vigila de cerca.
—Tengo un plan. Venga déjame, es nuestra última noche, mañana volvemos al campamento y la semana que viene yo ya estaré en Houston y lo más seguro es que no volvemos a vernos.
—Que no volvamos a vernos —le corrigió.
—Sí, pero ¿qué me dices?
—Que me muero de pena —contestó.
—Y yo, pero no podemos hacer nada.
—Dentro de poco cumples dieciocho. Podrías quedarte en España —propuso.
—Pero yo quiero ser ranger y además, ¿de qué iba a vivir aquí? ¿Y mi rancho? A mí me gusta vivir allí, montar a caballo, ordeñar a las vacas… Me moriría en una ciudad.
—Eres un egoísta, no piensas en mí. En realidad no me quieres.
—Sí te quiero, pero yo aquí no sería feliz y tampoco te haría feliz a ti, mi amor.
—Pues entonces es mejor que terminemos ya con esto. Esta noche no vengas a verme, ya no somos novios.
—Pero… No puedes hacer esto. Aún nos quedan unos días juntos —protestó él.
—Me da igual, tú no me quieres, me vas a dejar y no te importa un comino —sentenció, notando un terrible escozor en los ojos.
George la abrazó muy fuerte, parecía que quisiera demostrarle cuánto la quería. Mientras él le acariciaba la espalda, ella notaba su olor. Un enorme peso le oprimía el pecho; la pena que sentía estaba a punto de volverla loca y no podía impedir que las lágrimas corrieran libremente por su cara.
¿Qué iba a hacer ella sin su George? Su amor.
Durante el invierno, cuando se quejaba a sus amigas del colegio de cuánto echaba de menos a su novio, ellas la consolaban diciéndole que pronto lo vería. ¿Qué le dirían ahora? ¿Cómo iba a levantarse cada mañana, sabiendo que no iba a volver a verlo; a besarlo, a abrazarlo?
—¡Por favor, no llores! Te lo ruego, no puedo soportarlo —pidió él.
Su madre le había dicho que el primer amor es el que más duele, pero que se le pasaría con el tiempo. Decía que un día se levantaría y se daría cuenta de que llevaba varios días sin pensar en el pasado y, de repente, otro chico le haría latir el corazón como solía hacerlo él y pronto pasaría a ser un recuerdo; sólo un bonito recuerdo.
Pero ella no quería olvidarse de George, no quería que eso pasara. Tenían que hacer algo especial, algo que ninguno de los dos olvidara jamás.
—George —dijo, casi en un susurro—, quiero que vengas esta noche.
Él la besó en la frente, en las mejillas, en las comisuras de los labios y terminó en su boca.
—Mi baby, ¿estás segura?
—Sí.
—¿Prometes que no vas a llorar?
—Te lo prometo —aseguró, aunque sabía que estaba mintiendo.
Unas horas más tarde, se paseaba ansiosa por su habitación cuando escuchó cómo se estrellaban unas piedrecillas contra la ventana. Esperaba que la abuela no se despertara, eran más de las doce de la noche. Se había puesto una camiseta de fútbol, unos pantaloncillos minúsculos y nada más, pensaba que así conseguiría lo que quería de George. Se apresuró a abrir, con el corazón en un puño, y al mirar hacia afuera lo vio subiendo por la enredadera. No era la primera vez que lo hacía, pero esta vez sería diferente, aunque él todavía no lo sabía.
Cuando llegó arriba, ella se enganchó rápidamente al cuello del muchacho, sin darle tiempo apenas de recuperarse del esfuerzo. George respondió a su abrazo atrapando su boca y besándola con un ansia que hasta ahora le era totalmente desconocida.
A ella se le aceleró el pulso y su respiración se volvió pesada, no encontraba el aire que le hacía falta y no le importaba, quería seguir así, sumergida en su abrazo.
Se apretó más contra él y notó cómo George se excitaba más y más. Sintió su cosa ahí abajo, apretada contra su estómago, y movió sus caderas para acariciarlo y dejarle claro qué era lo que ella quería.
—Nat, estate quieta. Mejor ponte algo más… Vas medio desnuda y yo… Yo no puedo… Eso, venga, ponte unos pantalones, por favor.
Notó que George intentaba poner distancia entre ambos, separando sus propias piernas de las de ella, totalmente desnudas.
—No, no me voy a poner nada y tú acércate a mí ahora mismo.
—No puedo Nat, no soy de piedra ¿sabes? —contestó él.
—Eso espero —afirmó. Él la miró con los ojos entrecerrados, observándola fijamente, como intentando adivinar qué era lo que estaba pasando por su cabeza.
—¿Qué pretendes? —preguntó.
—Quiero que esta noche sea especial para nosotros.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Ya sabes, quiero que seas el primero para mí.
Lo dijo como si fuera la cosa más natural del mundo, pero por dentro estaba muy nerviosa. Sabía que él también quería, pero no tenía nada claro si George iba a dejarse llevar por sus instintos. Si la rechazaba no sabría superarlo. Por encima de cualquier otra cosa, deseaba que él fuera su primer amor en todos los sentidos.
George se quedó callado, realmente no sabía cómo contestar a eso. Él ya había estado con otras chicas, pero no eran como Nat; eran muchachas alocadas que sabían lo que se hacían. Alguna incluso era mayor que él. Hacerlo con Nat sería diferente y no sabía lo que podía suponer para ella.
—Nat, eso es algo muy serio. Tú no estás preparada para eso —afirmó.
—Sí lo estoy, no tienes derecho a decidir por mí.
—Pero tendré algo que decir, ¿no?
—No, sólo tienes que hacer lo que tienes que hacer. ¿O es que eres tú el que no lo ha hecho nunca?
—Pero yo me voy y no nos veremos más —protestó él, pasando por alto el comentario de Nat.
—Lo sé. Por eso… quiero que seas tú.
—Esta tarde no querías ni que subiera a verte y ahora quieres… eso.
—Hacer el amor. Quiero hacer el amor. Ni siquiera eres capaz de decirlo.
—Es que…
—¿Acaso prefieres que se lo pida a otro? ¿A Mark, por ejemplo?
—No digas tonterías —rechazó, enfadado—. ¿Serías capaz?
—Ponme a prueba.
—¿Es que a estas alturas me vas a decir que te gusta Mark?
—No, pero él no me rechazaría; es un caballero.
—Sólo dices bobadas.
—¿Lo vamos a hacer o no?
Él se volvió hacia la ventana dándole la espalda. Podía sentir la mirada de ella clavada en esa parte desgarbada de su cuerpo, y probablemente quería acariciarlo, pero le dejó espacio. Él estaba intentando decidirse, se pasó una mano por el pelo y apoyó la otra en la cadera. Estaba hecho un lío, por encima de todo deseaba hacerla suya, pero no era correcto. Apenas eran un par de críos jugando a ser mayores. Sin embargo, la quería tanto… Deseaba llevarse consigo esa parte de ella, así se aseguraría de que fuera suya para siempre. Las mujeres no olvidan esas cosas.
—Nat, ¿por qué no esperas unos años? —sugirió, dándose la vuelta para mirarla.
—Tú, a mi edad, ¿lo habías hecho?
—Nat…
—¿Lo habías hecho, o no? —elevó la voz, frustrada.
—Sí, pero…
—Lo hiciste en estos años que estabas conmigo… —La sorpresa se reflejaba en su rostro incrédulo.
—Mientras estaba contigo, no.
—Pero en invierno… —Nat estaba a punto de romper a llorar.
—Nat… Yo… —Le había pillado en un renuncio y no sabía cómo reaccionar. Sobre todo no quería hacerle daño.
—Vamos, que le has dado a otras lo que no quieres darme a mí. —Ella parecía haberse repuesto de la impresión como por arte de magia y atacaba con toda la artillería.
—A ellas no las quería.
—¿Y a mí me quieres?
—Ya sabes que sí.
—Pues si me quieres, hazme el amor.
Él no contestó, seguía mirándola, le pesaba la responsabilidad de ser el primero para ella y a la vez, las ganas de hacerlo lo estaban volviendo loco. Pero era tan joven…
—Y además, si tú ya lo habías hecho a mi edad, ¿por qué yo no puedo? —preguntó Nat, cruzándose de brazos y poniéndose enfrente de él a una distancia de apenas un palmo.
—Porque yo soy un chico y tú una chica —aseveró, metiendo las manos en los bolsillos.
—Eso es discriminación. Eres un machista —contestó ella, pasándole los brazos por la cintura.
—No sé qué más decirte. —Se estaba rindiendo. El contacto de su piel, tan suave; aquel aliento húmedo y caliente, tan cerca de su cuello… Todo hacía que perdiese la poca contención que le quedaba. Quitó las manos de las caderas de Nat y dejó caer los brazos, laxos, a ambos lados del tronco.
Su agitada respiración lo traicionaba. Sentía arder sus pulmones mientras ella se mecía en sus brazos, provocativamente.
—Pues no digas nada, haz lo que quiero y ya está —susurró, justo antes de lamer su pulso en el cuello.
—No siempre puedes salirte con la tuya —protestó él sin atreverse a mover ni un músculo.
—Esta noche sí —contestó Nat, apretando más su pequeño cuerpo contra el de él.
Y ya no pudo resistirse más. Se justificaba diciendo que él sería más tierno que cualquier otro, pero la verdad es que se moría de pensar que pudiera haber ningún otro. La abrazó con fuerza y se abandonó a las emociones, a los sentimientos, hasta que ella consiguió lo que quería.
Cuando George se hubo marchado, Nat luchó contra ese montón de sensaciones que se acumulaban en su interior. Lloró y lloró sin parar, hasta que se quedó dormida de puro agotamiento. Ahora se sentía aún más unida a él, pero ya nunca volvería a ser suyo, lo perdería para siempre y eso le dolía. Le dolía incluso más que antes. 


Capítulo 2
EL REENCUENTRO.

Natalia estaba paseando por la playa. Las olas acariciaban sus pies en un dulce vaivén salado mientras dejaba que su mirada se perdiese en el horizonte.
Era un día muy caluroso y había decidido tomar un poco el sol durante su descanso del mediodía en laboutique. Su hermana Laura la sustituiría hasta las cinco.
La boutique era la tienda de confección que ella y sus dos hermanas habían heredado de sus padres. Desde que inauguraron habían ido progresando poco a poco y, aunque los principios fueron difíciles, ahora podían decir con orgullo que habían conseguido salir adelante y obtenían de ella unos beneficios razonables.
Cuando se hicieron cargo del pequeño local, lo modernizaron e incorporaron género masculino y, con el tiempo, fueron capaces de ampliar el negocio con una sucursal en el centro. Entre las tres podían gestionar sin problemas los dos establecimientos, y cuidar de sus respectivas familias con cierta facilidad.
María, la mayor, estaba casada y tenía dos hijos, ya mayores, mientras que Laura, que era la pequeña de las tres, continuaba sin pareja ni hijos —y tampoco tenía intención de cambiar esta circunstancia—, pero tenía un perro «porque se lo dieron ya educado». Por su parte, ella tenía un novio intermitente, puesto que era la tercera vez que volvían a intentarlo.
Sus hermanas no podían tener caracteres más diferentes. Mientras María siempre le decía que una pareja no sale adelante sin un poco de esfuerzo, Laura, sin embargo, afirmaba que si Julio y ella tenían que esforzarse tanto, es que la pareja no merecía la pena, porque más que una relación parecía una condena. Y Nina, su hija, se llevaba bien con Julio, pero tampoco es que le hubiera cogido demasiado cariño; él solía ser algo distante y, aunque con Nina se esforzaba por ser más abierto, la niña percibía que le costaba trabajo.
Nina… Su querida Nina. Tenía el pelo rojo, como ella, pero por todo lo demás era idéntica a su padre: sus mismos ojos de color azul intenso, su perfecta nariz, el hoyuelo en la mejilla derecha, sus labios gruesos, su estatura —ya medía lo mismo que ella y eso que ahora sólo tenía diez años—. Ella en cambio, se había quedado en el uno cincuenta y cinco y conservaba intactas sus pecas; toda su nariz y parte de sus mejillas estaban salpicadas de ellas.
Nina se quedaba a comer en el colegio. Asistía a clases extraescolares de inglés durante el mediodía y los fines de semana practicaba equitación. Le encantaban los caballos, los mimaba y los cuidaba, pero además montaba muy bien. Se sentía muy orgullosa de su hija.
—¿Nat? —escuchó una ronca voz familiar que la llamaba desde su espalda y, sin darle apenas tiempo para reaccionar, alguien la cogió en brazos.
Se trataba de un tipo muy grande. A pesar de la sorpresa inicial, aquel abrazo le resultó muy conocido. Los poderosos brazos la dejaron en el suelo y pudo mirar al desconocido a la cara aunque, con el sol dándole directamente en los ojos, le costó reconocer aquel querido rostro.
—¿Mark? ¡Dios mío, Mark, eres tú!
—Sí, pequeña, soy yo —contestó él mientras volvía a abrazarla.
—¿Pero cómo es posible que hayas crecido aún más? ¿Cuánto mides?
—Algo más que tú. —Se rio—. Estás preciosa, como siempre.
—Tú también estás muy bien. ¿Qué haces aquí?
—He venido a ver a Dani. Coincidimos en un chat hace un par de años y ahora trabajamos juntos en mi empresa de exportación e importación de calzado, que tiene la sede en Alicante. Cuando vengo a ver cómo van las cosas, aprovechamos para salir.
—¿Y dónde está el enano ahora?
—El enano también ha crecido. Está en el agua con su última novia. Ya sabes cuánto le gustan las faldas.
—¿Y tú cómo vas de novias?
—Nada serio. ¿Y tú?
—Yo salgo con alguien. Bueno, es algo que va y viene, así que todavía no sé si llegaremos a alguna parte.
Mark se había convertido en un hombre impresionante. Tenía un cuerpo robusto y perfectamente formado, sus ojos oscuros y su cabello castaño eran los de siempre, pero algo en él le parecía distinto.
—¿Tu nariz? ¿Qué te ha pasado?
—Me la rompieron boxeando.
—Mira que sor Alfonsa y yo te lo dijimos veces…
—Ahora ya lo he dejado. Pero cuéntame, ¿cómo te va la vida?
—Bien. Mis hermanas y yo nos quedamos la boutique de mis padres y hemos abierto otra. La verdad es que nos va bien, no podemos quejarnos.
—Oye, se me ocurre una cosa, ¿por qué no vienes esta noche a la fiesta que ha montado Dani en su casa? A los chicos les encantará verte.
«A los chicos…». Había usado el plural. ¿Eso significaba que George también estaría allí? George… Cuánto lo había necesitado y él había desaparecido sin más. Sin cartas, sin llamadas… Nada. El vacío absoluto.
No podía verlo. ¿Cómo iba a explicarle? ¿Cómo le diría…? No, no se lo diría y punto. Mejor, ni siquiera iría; pondría una excusa.
Pero la verdad es que le encantaría ver de nuevo a los tres; los había echado tanto de menos. Sobre todo tras ver interrumpida su adolescencia tan repentinamente. Ahora su hija era todo para ella, pero en el momento en que dio la noticia en su casa se produjo un auténtico drama; un cataclismo, aquello parecía el fin del mundo. Su madre lloraba por las noches, ella la oía desde su habitación; su padre no hablaba; sus hermanas la miraban como un bicho raro y, ella, secretamente soñaba con que su amor iría a buscarla. Pero eso nunca ocurrió; él nunca la buscó.
—Mark yo… No sé si es buena idea, ha pasado mucho tiempo.
—Por eso. ¿No nos has echado de menos? —insistió él.
—Muchísimo. El primer verano fue muy duro.
—Dani me dijo que tú tampoco volviste al campamento. Siempre se queja de que lo dejamos solo.
—No, yo tampoco volví. Sin ti y sin…
—George. —Mark terminó la frase por ella—. Ni siquiera puedes nombrarlo aún. Ha pasado mucho tiempo, ¿todavía le guardas rencor por regresar a los Estados Unidos?
—No, claro que no.
—Ven entonces. Lo pasaremos bien y recordaremos los viejos tiempos. Mi abuela siempre me pregunta por ti ¿sabes? Es una pena que no mantuviésemos el contacto después de aquel verano.
—A veces las cosas son como tienen que ser —sentenció ella.
Mark la abrazó de nuevo con mucho cariño.
A ella le pareció muy gracioso, ya que ella no le llegaba ni al pecho, pero no pudo evitar asirse a él y apretarlo con cariño. Su mente se llenó de recuerdos, de olores, sabores e imágenes de otro tiempo; un tiempo muy feliz.
En sus ojos se agolparon las lágrimas ante la avalancha de fotogramas que le habían venido a la mente.
—Eh, no llores. No quería ponerte triste. Lo siento —pidió Mark al notar la humedad de sus lágrimas sobre su cuerpo. La limpió con el dorso de la mano.
—No lloro de pena, es que me he emocionado. ¿George también está en Alicante?
—Llega esta noche. Ha ido a Madrid y ha alquilado una Harley para venir a Alicante. Ya sabes lo loco que está con las motos. Umm, viene con una novia que tiene ahora —confirmó, estudiando su reacción.
—No te preocupes, esa herida ya se cerró. —Se dio cuenta de que le estaba mintiendo.
—Entonces, ¿vienes? —repitió Mark.
En ese momento se acercó hasta ellos una pareja. Iban cogidos de la mano y al chico se le veía jovial, muy rubio y muy guapo; alto, aunque no tanto como Mark, era de físico más bien atlético, delgado y fibroso, e igual de atractivo aunque no tuvieran demasiado que ver. La chica era un típico bomboncito; rubia, alta, curvilínea.
El chico se frenó en seco cuando se acercó a ellos, haciendo que la chica tropezara contra él.
—¡Nat! Dios mío eres… Nat. —Se soltó de su acompañante y la levantó por los aires, haciendo que ella riera como una loca. Su sonrisa malévola era la misma de cuando era un chiquillo.
—¡Suéltame que me estás empapando! ¡Dani estas hecho un hombre! ¡Un hombre guapísimo! —Su acompañante le dirigió una mirada recelosa.
—Estás preciosa, Nat.
—Calla, conquistador.
—No creas que se me olvida que me abandonasteis los tres. De ti no me lo esperaba —le recriminó, dejándola en la arena por fin.
—El último año fue complicado para mí y en verano mis padres ya no me dejaron ir. —No era del todo mentira—. Pero, cuéntame cómo estás, canalla.
—Estoy genial. Currando para el capullo éste. Bueno ella es Lola, Lola ella es Nat, una amiga de la infancia. —Se saludaron con la mano. Lola se mantuvo discretamente detrás de Dani.
—Le he dicho a Nat que venga a tu fiesta —informó Mark.
—¡Genial! Pero viene tu ex con su última novia —contestó Dani.
—¡Dan! —le advirtió Mark, con tono recriminatorio.
—¿Qué? No empecéis como cuando éramos pequeños, que me reñíais por todo. ¡Y ni se te ocurra darme una colleja! —Ella tuvo que reírse al darse cuenta de lo parecida que era la situación a cuando eran unos críos, que investigaban no solo el terreno, sino también las emociones y la forma de empezar a ser adulto.
—Chicos, no pasa nada, de verdad. De eso hace mucho tiempo. Me encantará ir.
—¡Bien! —dijeron los dos a la vez.
Cuando se despidieron ya era la hora de volver al trabajo. Guardó el papel en el que le habían apuntado la dirección de Dan en su bolso de playa, se puso la camisola y regresó al coche.
Al llegar a la tienda lo arregló todo con su hermana Laura, que se encargaría de recoger a Nina en el colegio y quedarse con ella en su casa, cuidándola hasta que ella volviera de la fiesta.

—¿Estás nerviosa por volver a verlo? —le preguntó su hermana mientras la veía arreglarse el pelo.
Ella había elegido un vestido palabra de honor rojo, muy corto, con un cinturoncito en el mismo color. Su cuerpo menudo se veía realzado y con aquel par de zapatos color caramelo, de tacón tan alto, sus piernas parecían incluso largas a pesar de su estatura.
Cogió una rebeca roja y el bolso y miró a su hermana, esperando su opinión.
—Supongo que un poco —contestó.
—Estás preciosa, pero no sé por qué siempre llevas el pelo recogido, con lo bonito que lo tienes.
Se había sujetado el cabello rojo y ondulado en un moño informal bajo, con algunos mechones sueltos por delante y, para enfatizar sus rasgos, lo había completado con un maquillaje discreto; un poco de colorete, sombra marrón suave para los ojos y brillo natural en los labios, además de una capa de rímel sobre las pestañas.
Observó a Laura. Su hermana era menuda también, pero el cabello lo tenía lacio y de color negro, aunque tenían el mismo color de ojos ambarino. Las tres hermanas los tenían igual.
Cuando salió al salón, su hija, que estaba pintando en un lienzo, la miró con ese gesto de admiración que sólo alguien a quien has parido puede poner.
—¡Mamá, estás guapísima! —afirmó—. Julio se va a quedar K.O.
—Gracias cariño, pero hoy no voy a salir con Julio.
—Vaya, pues se va a poner súper celoso. ¿Con quién sales? —preguntó inocentemente la niña.
—Con unos amigos de cuando yo tenía unos pocos años más que tú. ¿Te acuerdas que te conté que pasaba parte de mis vacaciones en un campamento de verano? Pues allí tenía tres amigos. Éramos inseparables, íbamos juntos a todas partes.
Ella vio cómo se iluminaba su cara y sus preciosos ojos azules se abrían de par en par. Estaba claro que una idea corría por su mente.
—¿Y ellos conocen a mi papá? —La pregunta la pilló por sorpresa.
Se quedó helada. No sabía qué podía contestar para no mentirle. Miró a su hermana, desesperada, pidiéndole ayuda con los ojos.
—Deja ya a mamá, que va a llegar tarde —ordenó Laura a la niña.
—Pero, mamá… Tú me dijiste que conociste a mi papá en un campamento…
—Cariño, otro día hablaremos de eso —contestó ella mientras le daba un sonoro beso en la frente.
No le gustaba dejarla así, enfurruñada y preguntándose por su padre. Antes, cuando era pequeña y preguntaba por su papá, lo hacía casi por imitación; veía a los papás de sus amiguitos y quería saber por qué ella no tenía uno, pero se conformaba con cualquier explicación. Últimamente, en cambio, las respuestas cada vez le parecían más insatisfactorias, no la complacían y estaba empezando a preguntar cuándo podría conocerlo. A ella se le rompía el corazón porque no era capaz de decirle que nunca lo conocería. Pero ahora él estaba ahí; en Alicante. Y ella iba a verlo. ¿Tenía derecho a seguir ocultando a ambos la existencia del otro?
Se dio cuenta de que había llegado a la avenida del Bulevar del Plá y tenía que aparcar por allí. Consiguió un hueco después de un par de vueltas y se armó de valor. Cuando tocó el timbre del portero automático, se dio cuenta de que le temblaban los dedos. Alguien abrió sin preguntar siquiera quién estaba llamando.
En el ascensor no pudo evitar echarse una ojeada en el espejo, estaba tan nerviosa como aquella noche; su última noche con él. Tenía mariposas en el estómago y el corazón le iba a cien por hora. Debía controlarse. Apretó el botón del segundo piso y, en un momento, había llegado. La puerta estaba abierta y se oía bastante jaleo dentro. La empujó suavemente y asomó su pequeño cuerpo con timidez, y acaso miedo, ante el hecho de que George ya estuviera allí. Afortunadamente no fue así.
Dani se acercó a la puerta.
—¡Nat! Dios mío, estás impresionante —murmuró, cogiéndola de la mano y haciéndole dar una vuelta.
—No exageres —le recriminó ella. Rápidamente Lola se unió a ellos, enganchándose del brazo de Dani.
—Pasa, ¿quieres tomar algo?
—Una cerveza estaría bien. Dani… umh… ¿Ha llegado? —preguntó, sujetándolo por el brazo que tenía libre antes de que fuese a servirle su copa.
—Tranquila, todavía no está aquí. —En ese momento Mark se acercó a ellos.
—Estás preciosa. Ven, te diré dónde puedes dejar tus cosas —indicó, cogiéndola de la mano.
Mark la acompañó a una habitación. Encima de la cama había chaquetas y bolsos de los amigos de Dan que estaban ya en la fiesta. Ella se quitó la rebeca dejando a la vista los hombros y se dio cuenta de que Mark la miraba con admiración.
—Mark, no me mires así, que me pones nerviosa —le recriminó.
—Estaba pensando que cuando te vea George se va a querer morir —comentó él, levantando una ceja.
—No digas tonterías. Además, viene con su novia, ¿no?
—Por eso. Y tú, ¿por qué no has traído a…?
—Julio. No podía, mañana tiene que madrugar mucho.
A ella se le pasó por la cabeza contar la verdad a Mark. Él siempre había sido sensato, podría aconsejarle y, al menos, se quitaría algo del peso que llevaba a cuestas desde que los había visto. Pero habían pasado muchos años. Antaño él había sido su confidente, pero después de tanto tiempo… Probablemente debía más lealtad a George que a ella. Dudó unos instantes más y, cuando iban a volver al salón, lo llamó.
—Mark… Hay algo que no sabéis… —Mark la miró con cara de interrogación.
—Yo… Tengo una hija.
—¡Enhorabuena! ¡Dios mío, la pequeña Nat ya es madre! —exclamó con una gran sonrisa.
Ya se había armado de valor para contarle el resto, pero en ese momento sonó el timbre y se quedó en blanco. De pronto sintió un miedo atroz, muy probablemente irracional, pero el caso es que George no podía saberlo; no podía enterarse.
—Mark, preferiría que George no lo supiese, por lo menos de momento.
—No te preocupes, eso es algo que tienes que decir tú cuando creas que debes. Pero no es algo de lo que debieras avergonzarte.
—No me avergüenzo. En realidad me siento muy orgullosa, es solo que… Bueno, es complicado —contestó, retorciéndose las manos y con lágrimas en los ojos.
—No pasa nada. No te estoy juzgando, de verdad —susurró Mark mientras la abrazaba para calmarla.
En ese momento alguien abrió la puerta. Nat notó la sorpresa en la cara de George, seguida de una mirada fría e intensa clavada sobre ellos.
—Nat… —pronunció su nombre, casi en un susurro, pero sin acercarse. Mark la soltó inmediatamente, con tanta urgencia que ella se tambaleó.
—Hola, George —murmuró ella, levantando la mano a modo de saludo.
Se produjo un momento de silencio que por fin rompió Mark.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó, acercándose a él. George le dio la mano y le dijo algo al oído.
—No tienes remedio, tío. Hello, Candy —saludó a la chica que acompañaba a George. La joven le devolvió el saludo alegremente y le tendió el bolso y la chaqueta. Mark los colocó junto a los otros, le ofreció su brazo y la llevó al salón.
George la recorrió con la mirada, primero de arriba abajo y después a la inversa. Ella temblaba como una hoja, pero no podía apartar la vista de los ojos de él.
—Han pasado muchos años —murmuró él—. Y te han sentado realmente bien. Siempre supe que serías una mujer espectacular.
—No soy espectacular, me he quedado pequeñita.
—Eres perfecta y preciosa.
Ella no podía respirar. El ejemplar de hombre que tenía delante cortaba la respiración. Intentó conciliar esa imagen con el chico desgarbado que le había hecho el amor; le pareció algo más alto, pero sobre todo, más fuerte, con hombros anchos y espalda recia.
Él se quitó la chaqueta de cuero que llevaba para la moto y ella pudo ver cómo las mangas de la camiseta Harley se le pegaban a los bíceps. Y justo en ese mismo momento, algo se rompió en su interior y volvió a su adolescencia. Era como si siguiesen siendo los mismos de antes. Sintió que tenía derecho a tocarlo, a besarlo y, cuando él se acercó para dejar la chaqueta en la cama, lo abrazó tan fuerte como pudo.
—Te eché mucho de menos, ¿sabes?
Él respondió a su abrazo, la acogió por completo en su cuerpo y por un momento volvieron diez años atrás.
—Lo siento —susurró ella, separándose—. No sé qué me ha pasado, yo… De repente es como si no hubiera pasado el tiempo. —Sus cuerpos se mantenían apenas a unos centímetros de distancia. Ella podía escuchar la respiración agitada de George entremezclarse con la suya.
—Yo aún sigo echándote a faltar —contestó él, rozando su rostro con los nudillos.
—Echándote de menos —lo corrigió. George soltó una carcajada.
—Hace mucho que no me corrigen.
—Sigues sin saber pronunciar la «j».
—No creo que aprenda nunca —repuso, acercándose de nuevo a ella hasta quedar completamente pegados.
—¿Qué te parece la sorpresa? —preguntó Dani, apareciendo en la puerta de repente. Cuando los vio tan cerca y se dio cuenta de que George le estaba acariciando la cara, puso gesto de enfado.
—Tío, que tu novia está ahí fuera. Córtate un poco —le recriminó. Ella se sonrojó y se apartó de él. George miró a Dani con furia, se acercó a él y le cerró la puerta en las narices con un golpe seco. Luego apoyó la espalda contra la puerta y la miró intensamente. Tanto que ella notó cómo se le aflojaban las rodillas.
—Lo mejor será que salgamos —sugirió. Él no dijo nada, en cambio estiró el brazo en su dirección, con la mano abierta, invitándola a acercarse.
Ella se sintió hipnotizada por su mirada y se vio yendo hacía él. Se dio cuenta de que ejercía el mismo poder que hacía años. Si la besaba no iba a poder resistirse.
Cuando sus manos se rozaron saltaron chispas. A ella se le erizó la piel mientras George la apretaba contra él hasta que ni el aire cupo en medio de su abrazo. Sintió un nudo en la garganta, algo que le impedía respirar con normalidad.
Estaba segura que George notaba el nudo algo más abajo. Todo su cuerpo se tensó como si la deseara tan intensamente que le dolieran todos los músculos. Se dio la vuelta hasta dejarla apoyada contra la puerta. Le sintió como en su primer beso; la misma necesidad, el mismo anhelo, sólo que ahora aquel deseo era más explícito y salvaje.
—Te apuesto un beso a que en un minuto Mark está llamando a la puerta —propuso él.
Ella sonrió y asintió, segura de que Mark se comportaría como el protector chico responsable que había sido siempre, ya que ambos sabían que Dani había ido directo a buscarlo.
Y sonaron los golpes en la puerta y la voz de Mark instándolos a salir.
Sintió la risa de George en su pelo.
—Me lo debes y pienso cobrármelo antes de que acabe la noche —susurró George en su oído.
Por fin la soltó y salieron. George pasó al lado de Mark y le dio una palmadita en el hombro, ella no se atrevió ni a mirarlo a la cara, pero cuando pasó a su lado, Mark la retuvo de la muñeca.
—Nat, ten cuidado. ¿Vale? —Ella vio el reflejo de la preocupación sincera y de repente se dio cuenta de que estaba jugando con fuego. Se había sentido como la adolescente de hacía diez años y como tal se había comportado.
En cuanto llegó al salón seguida de Mark, comprobó que George estaba al lado de su novia. Él no la tocaba a ella, pero ella no paraba de acercársele y ponerle la mano aquí y allá.
—¿Quieres una copa? —propuso Mark.
—Mark, no hace falta que estés pendiente de mí, de verdad, puedo arreglármelas. Aprovecha y liga con alguna de esas chicas, seguro que tienes a más de una loca.
—No te hubiera dicho que vinieras si hubiera sabido que todavía…
—Ha sido la primera impresión, de veras. No te preocupes. Mira, allí está Dani haciendo el payaso. Vamos con él.
—Sí, ve tú. Yo voy a por algo de beber.
Ella se acercó al corro en el que estaba Dani contando alguna anécdota, todos se reían. Él la cogió en cuanto la vio y se puso a bailar con ella. Después la dejó con un amigo y él continuó bailando con su chica del momento y así todos los del grupo terminaron bailando, pero en un momento dado su mirada se desvió hacia el balcón. Allí estaban George y Mark, discutiendo acaloradamente. No tuvo ninguna duda del motivo de la disputa. Se deshizo de su acompañante y se acercó al balcón.
—¿Puedo saber por qué estáis peleando? —Mark miró al suelo.
—Por ti. Mark cree que tiene que recordarme cómo comportarme contigo —informó George.
—Vale. Mark, no te preocupes, no tienes que cuidarme; ya no soy una niña. Y tú olvídate de coquetear conmigo mientras tu novia está aquí. ¿Ok? Lo pasado, pasado está. ¿Estamos todos de acuerdo?
—¡Eh! Reunión y no me avisáis, ya os vale… Seguís marginándome como cuando era pequeño.
Dani apareció por la puerta del balcón con ese aire suyo de estar tramando algo. Se sacó una botella de cava de la espalda y levantó el dedo de la boquilla, apuntándolos directamente, sin parar de moverla.
El primero en reaccionar fue Mark, que se abalanzó sobre él tirándolo al suelo. Encima se tiró George y encima de George ella. De repente el tiempo dio marcha atrás; era como si volviesen a tener quince años. Empapados y sin parar de reírse, le dieron una buena tunda a Dani, que no paraba de gritar. Mientras, el resto de los invitados los miraban con curiosidad desde el otro lado de la puerta.
 La cercanía del cuerpo de George hizo que ella se estremeciera y, probablemente por la fuerza de la costumbre y la regresión en el tiempo, la mano de él viajó desde la cintura de ella hasta su trasero. Ella la dejó estar allí un minuto antes de levantarse y alisarse el vestido como si nada, mientras los chicos también se levantaban y se recomponían. Pero la mirada del resto de los invitados, especialmente la de Candy, que estaba clavada en ella, hizo que se diera cuenta de que otra vez se había dejado llevar. Tenía que controlarse; aún quedaba mucha noche y la cosa podía terminar muy mal de seguir por el camino que iban.
—Aún pienso cobrarme lo que me debes —susurró George cerca de su oído.
George sentía que esa noche estaba siendo mágica. Llevaba tantos años soñando con ella, con su pelo del color del fuego, con su pasión desbordada, con sus labios de cereza y ese sabor… No podía creer que estuviera allí. Con Nat enfrente, sus manos tenían vida propia, iban hacia ella sin parar y tenía que ordenarles que se contuvieran, pero no le hacían caso.
Había intentado localizarla, le había escrito, la llamó, pero ella rehízo su vida y se olvidó de él. Le había dolido tanto perderla… En todos aquellos años no había dejado de recriminarse haber querido volver a su tierra, abandonándola. Qué tarde se había dado cuenta de que su tierra era ella; su Nat, suya para siempre. Como él de ella. Ninguna otra había sido capaz de sustituirla en su corazón ni en sus entrañas. Dentro de unos días volvería a Texas, pero antes la tendría y esta vez sería para siempre. Ese dolor, ese maldito vacío en su pecho sólo se calmaba cuando ella estaba cerca. Después de diez años volvía a sentir cómo se desvanecía.
—No, George, tu novia está a punto de matarme. Ya somos adultos, no podemos hacer esto. Y no vuelvas a tocarme el culo —le advirtió.
—No te hagas la ofendida, si te hubiera molestado me habrías quitado la mano mucho antes.
—Se acabó. Tú tienes novia y yo también estoy con alguien, así es que…
—¿Con quién? —preguntó, mirando a los invitados que estaban dentro.
—No ha venido pero…
—¿Tienes novio y has venido a una fiesta sin él?
—Sí, él tenía que madrugar mañana.
—¿Y le parece bien que vengas sola?
—¿Qué? No tiene por qué parecerle bien ni mal, eso es cosa mía.
—Te aseguro que si fueras mía no irías sola a ningún sitio. Uno no se puede fiar hoy en día.
—No soy una propiedad. Además, mira quién fue a hablar. Tú no muestras mucho respeto por tu chica y está a sólo unos metros —contestó ella.
—Lo que demuestra que tengo razón.
Entretanto, Mark y Dani miraban al suelo haciendo como que no estaban escuchando la conversación, hasta que Dani le dio en el hombro.
—Tío, Candy se va.
—¡Joder! —explotó George—. Tengo que ir —le dijo cogiendo su mano.
—Será lo mejor —contestó ella.
George salió detrás de Candy y Nat notó cómo se le rasgaba el corazón. Era increíble cómo podía afectarle después de tantos años. Cuando estaba en la puerta, George se paró un momento. Por su mirada dedujo que algo pasó por su mente y lo vio correr de nuevo hacia ella.
—Pienso cobrarme lo que me debes —sentenció, casi en un susurro antes de salir corriendo tras Candy.

Nat tuvo que levantarse temprano el domingo porque Nina ya estaba llamando a su puerta a las ocho. El sol resplandecía ya a esas horas y la niña quería ir a la playa. Después de desayunar, Nat llamó a su hermana Laura.
—¿Te vienes a la playa? —le preguntó.
—Cuenta —exigió Laura.
—Que si te vienes a la playa.
—Que sí, pero dame un adelanto.
—Estuvo bien, creo. ¿Nos vamos a Benidorm?
—¿Qué tiene de malo San Juan?
—Que no quiero encontrarme con quien tú ya sabes.
—Vale, no me lo digas; se ha vuelto pedante y feo.
—No, precisamente.
—¿Está bueno?
—Mucho.
—¿Y recordasteis viejos tiempos?
—No como tú insinúas.
—¿Le hablaste de Nina?
—No.
—¿Y no lo vas a hacer?
—Probablemente no vuelva a verlo.